lunes, 27 de junio de 2016

La niña de agua por Rafael Peralta Romero


Melancólica, frente al río, la niña llovía lágrimas.
Se apoyaba en una piedra alta y pulida,
como si se recostara en el tronco de un árbol.
tanto lloraba que parecía que con sus lágrimas
quisiera aumentar el caudal del río.
Pasó por allí un agricultor que vio sin detenerse
que una niña lloraba.
Iba el labriego con su mente muy lejana,
pues pensaba que los pájaros podían dañarle la cosecha
y como tan ocupada llevaba su atención, no dispensó a la niña
ni un saludo, ni una palabra.
Pudo decir “niña, ¿qué te pasa, por qué lloras?”,
pero pasó y no dijo nada, como si nadie estuviera allí.
la niña seguía gimiendo.
Cuando ya del labrador no se veía ni la silueta,
asomó al lugar un maestro, con su portafolio 
y su ropa bien planchada.
Llevaba reloj de pulsa y justamente cuando llegó al punto
más cercano a la niña, lo miró. En su rostro se dibujó
una inquietud, se le estaba haciendo tarde.
“Los muchachos se pueden desesperar”, pensó
el profesor y aceleró el paso. En ningún momento
dijo nada a la niña que recostada sobre una piedra
más alta que ella, lloraba sin parar. Ni siquiera dijo
“niña ¿qué te han hecho?”.
“A nadie le importa mi dolor”, pensó la chica y lo creyó
más todavía, cuando pasó por el lugar un predicador.
Llevaba una biblia negra, con los bordes rojizos y su pensamiento
andaba distante, pues dedicaba todo su esfuerzo a memorizar
un grupo de palabras que quería repetir más adelante.
el predicador no se detuvo a observar que una niña lloraba
tanto como para alimentar el río. Y pasó sin decir nada.
en ningún momento dijo “¡Dios, qué le ha ocurrido a esta niña!”.
La niña aumentó entonces la intensidad de su llanto.
El río estaba muy quieto y podían verse claritas las ondas
que se formaban cuando caían las lágrimas. 
Una ranita pálida y delgada sintió que algo extraño ocurría
y dio un salto fuera del agua. Se posó sobre un trozo de palo
varado sobre yerbas acuáticas y de inmediato
quiso consolar a la muchacha.
—Dame razón de tu llanto, dime por qué tantas penas —dijo la rana
mientras miraba fijamente a la niña.
—Es que me han dicho —dijo entre gemidos la niña—
que yo me parezco al agua.
—Y eso ¿qué importa? —inquirió la rana. 
a lo que la niña respondió:
—Olor no tendría si soy como el agua.
También, amiga, me faltará el sabor.
no sé qué será de mi vida
si en mí no hubiera color.
La rana rió de buen modo y tan fuerte fue su cua cua, cua,
que se oyó en los charcos vecinos. La niña entre tanto,
palideció aún más y aunque había disminuido el llanto,
aumentó su desconsuelo. Creyó que la rana se burlaba
de su dolor y eso le dio nueva fuerza para sus gemidos.
La rana sospechó que algo extraño pasaba y detuvo la risa.
Apoyó más sus patitas delanteras sobre el madero, levantó la cabeza
y en tono grave, como si fuera una maestra, quiso decir algo muy serio:
—Así no razones,  —dijo la rana,
pues mejor que el agua nada
piensa que eres pura, mi niña.
importante, necesaria y diáfana.
Como a la niña no le bastaban estas razones
para remediar su desconsuelo, la rana siguió
buscando en su diminuta cabeza otros argumentos
para calmarla. Se empeñó en explicarle
que no se mofaba de ella y que el motivo de su risa
jamás sería la burla. Asumió la rana un tono tan familiar,
tan tierno, que no dejaría duda a su interlocutora de que
le hablaba con el corazón.

© Rafael Peralta Romero

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